La historia oficial

Por Paulina Vodanovic // Contenido publicado en El Mercurio

La pregunta es: ¿Qué mueve al Gobierno a construir una interpretación de los hechos recientes si todos los ciudadanos los hemos vivido, sin necesidad que nos los cuenten? ¿Cómo se justifica que el Estado -en medio de la crisis- destine tiempo y dinero para escribir un relato? La experiencia de estos tres años está en los medios de comunicación y en la memoria colectiva.

Me ha sido inevitable recordar la gran película argentina de Luis Puenzo, la primera en ganar un Oscar para América Latina, con la que muchas personas nos sentimos representadas por el intento de las dictaduras de torcer la realidad. El drama de los desaparecidos, argentinos y chilenos, fue por años tapado con mentiras del Estado.

En democracia, ¿es aceptable buscar instalar una historia oficial?

Que se tome esta decisión, además, cuando aún queda un año para entregar el gobierno, es muestra de resignación. El legado es un tema del que se habla cuando la gestión termina, no cuando le falta el último cuarto del período.

Pretender construir una historia oficial que pueda contrarrestar o imponerse a otra, verdadera y real, forjada a partir de las actuaciones de este gobierno, no es sano. La ciudadanía del futuro tiene derecho a formarse opinión a partir de la realidad, de los medios de comunicación, de hechos, y no de relatos.

Una historia oficial. ¿Para qué? Para que en el futuro se lea una única versión de este período. Obtenida desde la óptica protegida, de la seguridad que da mirar desde dentro de La Moneda. Pero se olvida -o quieren que olvidemos- que mirar desde un patio con naranjas relucientes y recién colgadas no es mirar la realidad.

Necesitamos que salgan de La Moneda, que las autoridades estén en terreno y vivan la realidad. Que conozcan el hacinamiento, que no existe en la cota mil, para que las políticas públicas se dirijan y apliquen a quienes las necesitan, hoy.

Conocer la situación de las y los jóvenes de La Pintana, o de San Ramón en La Araucanía, que no pueden conectarse a sus clases hoy, porque el mercado -por el hecho de vivir ahí- no les asegura acceso a internet; discriminación pura y dura que el Estado debe revertir.

Saber que las canastas de alimentos que se entregan a niños y niñas que no están asistiendo al colegio no garantizan que se alimenten; porque con esa canasta está comiendo toda la familia, dada la cesantía y la imposibilidad de ganarse el sustento de muchos en la pandemia.

Conocer a los adultos mayores de Providencia, que tras una puerta ocultan la imposibilidad de pagar los suministros básicos, porque sus pensiones simplemente no alcanzan. O comen, o pagan la luz.

La falta de empatía será parte del recuerdo, quiérase o no. El Presidente creyó que estábamos en guerra cuando queríamos paz; miró inmóvil y desde lejos cómo la clase política resolvía la crisis terminal a la que él se enfrentaba; y ha sido incapaz de entender las dificultades económicas de miles de familias frente a la pandemia, negándose a que el Estado haga mayores esfuerzos para ayudarlas.

Aún queda tiempo, se requiere actuar y decidir. No solo gestión. Adoptar urgentemente decisiones en materia de seguridad pública y Carabineros; en ayudas económicas, aunque ya no oportunas, universales; en reparación a los cientos de víctimas con trauma ocular; en políticas construidas con los pueblos originarios, entre otras.

Ese es un legado. Y no será necesario escribirlo, pues serán recordadas las decisiones y no solo las interpretaciones.

Hay que ir y estar (que no es lo mismo) en La Pintana, La Araucanía y en Plaza Baquedano; no a tomarse una foto, sino a buscar y proponer soluciones. Los líderes actúan y no culpan a la falta de leyes, ni de recursos, ni a la mala suerte. Toman medidas y asumen el costo de ellas. El legado queda; no se escribe. No hay espacio para ese tipo de historia oficial. Tratar de hacerlo será como el gol en el minuto 90 del fútbol; podrá cambiar el marcador, pero no el resultado.